Estaba harto de que todo el mundo le dijera que todo final supone el comienzo de algo nuevo. Sabía que se lo soltaban a diestro y siniestro porque él había sido el rechazado, la víctima, el daño colateral de la situación. También se lo decían porque en este momento de su vida se sentía un fracasado, sin ningún anhelo por seguir viviendo más allá de la eterna promesa del “el tiempo todo lo cura” y, oh, claro: “todo final supone el comienzo de algo nuevo”.

A tomar por culo. ¿Qué mejor día para quitarse la vida que un 1 de enero? Esa jornada en la que, resacosas y empapuzadas, las mentes débiles anotan en un cuaderno impoluto sus objetivos que, por muy triste que suene, se centran en conseguir ser mejores personas, más delgadas, más sanas, más solidarias, más deportistas, más comprometidas, más… hipócritas.

Ya valía. Ya era suficiente. Quería terminar la historia de su vida a su manera, en el momento y lugar más apetecible, que ese 1 de enero de 1974 resultó su salón, en la intimidad del hogar de un –desde hacía siete meses– divorciado.

En su nota de despedida, la reivindicación “todo final supone el comienzo de algo nuevo, así que no quiero reprimendas”.