¿En serio fui capaz de escribir esto en 2009? Añado pequeñas modificaciones para que el objetivo de 2015 sea terminar la historia de Martín y Laura. Se lo debo.  

Oda a los detalles Irati gonzalez

Estoy seguro de que ningún hombre ha captado la belleza de ese lunar. Es más, estoy seguro de que muchos de los chicos que la atosigan y flirtean con ella a las noches, incluso aquellos que han dormido con ella, ni siquiera se han percatado de su existencia. Pero yo sí.

Creo que he de presentarme antes de seguir explicando mi obsesión por el lunar de Laura. Soy Martín, un tipo “del montón” que decidió estudiar enfermería y, por ello, fue condenado a ser incomprendido por los machos ibéricos que piensan que mi profesión es “”de chicas””. Que les jodan; yo al menos me pasé cuatro años de carrera (algunas asignaturas se me torcieron) rodeado de féminas guapas y feas, inteligentes y bobas, creídas y humildes, que me enseñaron cómo tratar a una mujer y me convirtieron en el hombre con más conocimientos en el arte del ligoteo de mi grupo de amigos, aunque llevara al máximo el refrán ‘consejos vendo y para mí no tengo’. Pero volvamos al lunar.

Lo descubrí la primera vez que me topé con ella en el hospital. Compartíamos un paciente que llevaba más de dos semanas ingresado porque sus piernas fallaron y sus caderas dijeron “hasta aquí majete”. Juan Luis era mayor y las arrugas que maquillaban su rostro eran una especie de álbum de fotos que mostraban todos los momentos felices que había vivido. Le encantaba contar historias de sus días de militancia en el bando republicano, charletas que acompañaba con exagerados gestos y detalles que, a menudo, eran inútiles pero “”daban color a la historia””, como él decía.

El día que conocí a Juan Luis descubrí el lunar. Laura llevaba el pelo recogido en un moño mal peinado fruto de las prisas mañaneras. Entre la telaraña de cabello, asomó un pequeño punto, muy oscuro y diminuto, en el costado izquierdo de la nuca, a orillas de la cabellera. No pude evitar apartar la vista de él durante todo el chequeo y aún no sé por qué. Era un lunar como otro cualquiera, pero tenía la impresión de que acababa de dar con un tesoro.

– “En serio Martín, deja de leer novelas rosas y ver comedias románticas americanas. Te afecta demasiado-”. Ahí está la bendita sinceridad de Lucas, mi mejor amigo. Tenemos la mala costumbre de reunirnos los jueves para hablar de nuestras cosas mientras dejamos que la cerveza fluya por nuestras venas.

Lucas es práctico, realista y, en ocasiones, demasiado hombre para mí. Así como yo aproveché mis años de carrera para descubrir el funcionamiento de las neuronas femeninas, Lucas se decantó por el apartado de la anatomía. Estuvimos sentados juntos en clase a lo largo de la vida universitaria, y la unión de “chico atractivo y chico sensible” nos hizo famosos en la facultad. Éramos la perfecta combinación, el dream team, del cual yo evidentemente, era el chico sensible.

-¿Un lunar? ¿No me puedes describir su cara, su cuerpo, su pelo, su tono de voz, su personalidad o algo más allá de un punto en la piel?-, boceó.
-Joder tío, no lo captas-.

Mi alma gemela no alcanzaba comprender que el lunar fue la razón por la cual yo estoy perdidamente enamorado de Laura. Bueno, el lunar no. La poca importancia que le dan a ese lunar los hombres con los que pasa la noche Laura.

Evidentemente, Laura no sabe nada de mi obsesión por esa diminuta mota de su cuerpo. Y desconoce que yo sé dónde vive, cuál es su grupo de amigos, los turnos de trabajo que le tocan y la talla de camiseta que viste (las etiquetas de las multinacionales textiles son siempre excesivamente grandes y luchan por ver la luz de vez en cuando).

Para más inri, cuando estoy delante de ella soy una especie de hombre estúpido que no sabe acabar las frases, se bloquea, tropieza con la llanura del suelo y suda como un cerdo. Por su parte, no noto la más mínima muestra de afecto amoroso que se supone las mujeres dejan ver cuando están interesadas por un hombre, como miraditas, contacto físico, risas nerviosas o derivados. No obstante, no pierdo la ilusión: como bien dice Lucas, he visto muchas pelis americanas y sé que los enamoradizos la mayoría de las veces ganamos la partida. Al menos en el séptimo arte.

A día de hoy mi relación con Laura es casi nula: como no todos los días lleva el pelo recogido, me conformo con cruzar un par de palabras con ella en la máquina de café (también tengo memorizada la hora a la que se lo toma) o mientras chequeamos a Juan Luis, que en la actualidad suma más de 40 días ingresado en el hospital.

Anteayer, mientras me contaba cómo conoció a una gitana de la que se enamoró perdidamente mientras defendían Málaga de ““los asquerosos””, Juan Luis debió notar que el santo se me iba al cielo.

-Ya tendrás alguna por ahí que te haga cosquillas-, insinuó.
-La tengo Juan Luis, pero aún no me hace cosquillas, aunque yo lo esté deseando-.
-Sorprender a una mujer y ser detallista nunca falla en las artes amatorias: te lo digo yo, que en mis tiempos mozos fui todo un dandi. Bueno, y ahora también, ¡qué carajo!-, me aconsejó entre risas.

Salí de la habitación convencido de que debía hacer caso al hombre a quien quería parecerme de mayor. Si la clave para conquistarla era sorprenderla y ser detallista, mi historia con su lunar era la perfecta. Por lo que he visto con mis amigas, que también tengo unas cuantas por el sanbenito, a las mujeres les gustan los hombres detallistas y bohemios que se enamoran de lunares, más allá de su estilo, vestimenta, físico o personalidad. Llegados a tal punto tenía una cosa clara: sólo tenía que encontrar la manera de explicarle a Laura mi amor incondicional hacia su lunar y, por ende, hacia ella, pero de una manera que no le diera por pensar que era un psicópata, un raro, un excéntrico o un hombre complicado (prometo un apartado especial para hablar del nuevo concepto de “hombre complicado” a ojos de mis amigas).

Faltaban 13 minutos para su café de las 11.15. Salí a la calle, encendí el “cigarro del valor”, pensé mi discurso y caminé directo, airoso y decidido, hacia a la máquina.