No falla. Todos los 14 de febrero vuelven a mi memoria los buenos tiempos vividos en el instituto. Mis amigas y yo nunca formamos parte del grupo de gente popular, divertida y guapa habitual en todo centro educativo. Fuimos más bien de las “pringuis” que cuando un sábado disponían de una casa libre pasaban la noche viendo videoclips en la MTV o alguna comedia romántica americana.

El amor no llamó a nuestra puerta precisamente pronto -salvo alguna excepción-, así que nos conformábamos con tener la amistad del género masculino. No obstante, como es de esperar, teníamos nuestros “fichajes”; hombres chicos con los que jamás cruzamos palabra pero de quienes estábamos profundamente enamoradas (bendita edad del pavo).

Por ello, se puede suponer que los 14 de febrero laborables acudíamos a clase como si un día más se tratara, sabiendo de antemano que no habría flores, bombones, regalos o palabras de amor para nosotras. Pero no.

Si algo nos caracterizó fue nuestra predisposición a reírnos de nosotras mismas siempre. Por ello, cada San Valentín que pasamos en el instituto encontramos, al menos, una carta de admiración y profundo amor -digno de la época medieval- en la taquilla.

La caligrafía nunca dejaba lugar a dudas y fácilmente podías reconocer la letra de tus compañeras de charlas existenciales a las tantas de la madrugada. Pero daba igual. Ahí estabas tú, pensando que el escrito podría ser auténtico algún día con una sonrisa dibujada en la cara que no se desvanecía hasta retomar la clase de Física.

A día de hoy, mi caja de zapatos material alberga varias de esas cartitas. Y, algún día, albergará muchas verdaderas. Ya veréis.

:D