– ¿Nos sentamos un rato?– dijo Arturo señalando a uno de los bancos del parque. La madera estaba envejecida por el paso del tiempo y se veían claramente las marcas de amor, frustración y hastío que los quinceañeros le habían tatuado con sus llaves.

– Sí, por favor. Estoy agotada. ¿Cuánto hemos podido pasear? – buscó a Periko a su alrededor, pero el pastor alemán seguía correteando por la campa central del parque, libre – Y este ni enterarse: envidio su vitalidad. ¿Será porque tiene cuatro patas?

Arturo la miró y se limitó a negar con la cabeza. Decidió callar,  agobiado sólo con la idea de tener que explicarle a Marga que tener cuatro patas poco tiene que ver con la resistencia física de un can. Y también porque estaba fatigado, y no quería que Marga lo notara. Desde que empezó a recibir el tratamiento se sentía más débil, sobre todo cuando realizaba algo de ejercicio. Desde hacía unas semanas, cuando salía a caminar y lo hacía a ritmo ligero, notaba que la falta de aliento se mezclaba con un sabor a hierro en la boca que le resultaba tremendamente desagradable y que era el preludio de una vomitona algo escandalosa si no paraba y descansaba de inmediato.

Se dejó caer en el banco. Frente a ellos, las torres construidas en los años 70 para dar cobijo a los inmigrantes venidos del campo en busca de un puesto en la incipiente industria cántabra sobresalían detrás del parque. Dos, cuatro, seis, ocho…, ¡catorce!. ¿Y la siguiente? Dos, cuatro, seis, ocho… doce! ¿Y la siguiente?… y así se pasó diez minutos, contando los pisos de las 8 torres conocidas en el barrio como las colmenas.  En su día le pareció una barbaridad la idea de pintar cada una de ellas de un color “para diferenciarlas y modernizarlas”, según justificación consistorial, pero en ese momento todo le pareció bien.

– ¿Cuánta gente vivirá en esas torres?– le preguntó a Marga, que miraba distraída el móvil.

– ¿Qué? ¿Gente, qué?– Arturo le repitió la pregunta– Pues no sé… ¿1.000? ¿1.500? Soy horrible para los números. Ya sabes que soy de artes plásticas – se excusó con una sonrisa. –¿Por qué lo preguntas?–. Arturo aspiró de manera exagerada.

– Por nada.

–¿Por qué?

– Eres muy pesada, ¿eh?: por nada. Sólo que me parece curioso ver de un vistazo el hogar de miles de personas. – Marga calló, a la espera de una nueva “reflexión a cámara lenta” de Arturo. A lo largo de sus años de amistad, había aprendido que el veterinario era de explicarse poco a poco, de rondar muchas palabras hasta llegar al cogollo de la cuestión y, sobre todo, de necesitar silencio para poder seguir hablando. Arturo seguía mirando al frente, a las 8 torres. – ¿Cuántos de los que viven allí crees que tendrán cáncer?.

Marga intentó calcularlo sin éxito alguno. Definitivamente, los números no eran lo suyo. Lo suyo era intentar hacer que los días de Arturo fueran algo más agradables.

– Más de uno y más de dos, seguro. Sois una plaga, ¡estáis por todas partes!.  Pero ya sabes que siempre serás mi enfermo preferido, no quiero que te pongas celoso ahora y me sueltes chorradas de hombre posesivo, ¿en?, como que no puedo juntarme con otros enfermos o que no mire a Chema cuando te acompaño a quimio…

Arturo no pudo contener la risotada. Desde que le diagnosticaron coincidía con Chema, un hombre de su quinta con el que fue al colegio, y a sus 42 seguía siendo igual de estúpido que entonces, pero igual de atractivo para las mujeres.

– Dios, con Chema no, Marga.

– ¡Ya veremos, que una no alimenta su deseo del aire, querido! – contestó jocosa mientras se levantaba de un saltó del banco – ¡y tira, que hace un frío que pela!.

Marga lanzó un grito a Periko para que acudiera a su encuentro y ayudó a Arturo a incorporarse. Dejaron el banco en la penumbra que caracteriza las frías tardes de invierno y salieron del parque agarrados del brazo, con la inexplicable sensación de ser afortunados, a pesar de todo.

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