Una vez leí en algún sitio algo tal que así:
No sé si es amor pero quiero enseñarle todos los sitios, libros, pelis, series y canciones que me gustan.
Y touché, ahí me dieron. Tuve que leerlo en letras ajenas para darme cuenta de cuál es mi modus operandi cuando amo a una persona, sean amigos, novietes, familia o conocidos. Compartir lo que te enamora es amar. Si comparto cosas con vosotros, sólo con vosotros (no me vale el muro de Facebook, no me vale este espacio), es que os quiero. Supongo que lo que persigo, más allá de que el receptor sepa cuáles son mis gustos, es que sienta, aunque sea, un 10% de lo que he vivido yo con “eso”.
Nunca me he cohibido de compartir cosas con nadie a quien aprecie hasta hace cuatro años, cuando se nos fue el aita y no quedó más remedio que aprender a asimilar que sus silencios se convertirían en uno demasiado largo, pesado y doloroso. Es muy jodido querer compartir cosas con personas que ya no están, pero… qué os voy a contar a vosotros de perder a gente por el camino.
Hace ocho meses dejé de compartir cosas con una persona por obligación y, a día de hoy, lo hago (con varias) por desilusión. No quiero colaborar al aumento de su felicidad, y mucho menos de su sabiduría. No cuando me demuestran que no son merecedores de ella. Ahora sé que es mi manera de decirles que no las amo, que no las admiro, que no quiero que aprendan. O lo que es peor: que me dan igual.
Supongo que es por eso que me enamoro de la gente que me cuenta sus hobbies, sus pasiones, sus gustos. De los que ven algo, caen en la cuenta de que te flipará y te lo descubren. Eso es amor. Al menos mi amor.