La vida, como todo lo que gira alrededor del Sol, tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Y dentro de esta vida, en específico el ámbito laboral, despunta por albergar en su seno más momentos frustrantes que satisfactorios. Y dentro de esa vida laboral, destaca, con creces, el periodismo.

Si un periodista debiera dar tan solo un consejo a su hijo, nieto o persona querida del entorno, estoy casi 100 por cien segura de que sería éste; no trabajes como periodista a no ser de que tengas un gran enchufe.

En este mundillo ser bueno o amar la profesión no tiene por qué acarrear trabajar de lo tuyo. Ni tener un buen sueldo. Ni librarte de comer mierda los primeros diez años bajo la excusa de las aclamadas “becas de formación” o “colaboraciones”. Aquí no.

En el fatídico y deslucido ámbito de la comunicación las cosas funcionan de otra manera; a base de aguantar hasta que alguien aparezca con un contrato o, por el contrario, una invitación a abandonar el ordenador que durante años has aporreado con el objetivo de servir a la sociedad y mantenerla informada de lo que acontece en el mundo.

Como es sabido, aguantar cansa a todo ser humano. No obstante, resignarse con un buen sueldo a final de mes y condiciones laborales más o menos dignas hasta alcanzar el puesto anhelado puede ser mucho más llevadero.  Las dudas invaden tu cabeza día a día; ¿cómo puedo permitirme el lujo de independizarme sin llegar a cuatro cifras mensuales? ¿qué voy a hacer cuándo, en un futuro, tenga un chicuelo a quien cuidar y educar?¿qué pensará mi marido las jornadas en las que sólo coincida con él dos horas diarias?

Da igual. No te lo planteas. Al principio decides vivir el día a día, dejando en un cajón los planes de futuro. Hay que aguantar. Pero, tarde o temprano, llega ese minuto en el que fantaseas con cómo serás dentro de cinco años y en qué lugar del mundo estarás. Y no lo ves.

Es entonces cuando, en un arrebato de conciencia humana decides luchar contra ese monstruo llamado empresa y acabar con esa injusticia denominada beneficios empresariales que se aprovechan de las personas para que su búnker financiero siga intacto y su BMW no se convierta en un ‘simple’ Seat Córdoba.

Sacas tu espada y llamas al ejército. Todos están ansiosos de poner a cada uno en su sitio, de reivindicar sus derechos y sacar a flote su dignidad como relator de actualidad.Pero, de repente, uno se echa atrás y comienza a dudar. El miedo que invade al primero, como si de una plaga se tratara, comienza a esparcirse entre los soldados. Como un dominó, acaban cayendo más de diez, y después, más de cien, y más tarde miles. Y, finalmente, sólo quedas tú y un pequeño séquito que, desgraciadamente, si va a la batalla, morirá y será reemplazado en sus tareas diarias por cualquiera de los que se echaron atrás en un principio.

En estos momentos, yo pertenezco al grupo de acongojados que aguarda en el campamento a recibir novedades del frente en el que no me atreví a entrar. Y, por lo tanto, no tengo derecho a quejarme de comer mierda. Sólo pido una cosa; un líder que nos abra las puertas y nos obligue a luchar. A todos. Que nos quite las dudas de encima. Porque si no lo hace no avanzaremos. Porque si no aparece acabaré por abandonar el barco en el que tanto ansié zarpar.