Pónganse en situación y luego me cuentan lo que opinan al respecto.
Niña crece con pocos ídolos musicales. Básicamente, los que eran del gusto de sus progenitores. Cuando, antaño, su familia tardaba 3 horas y media en recorrer algo más de 200 kilómetros en un vehículo sin aire acondicionado y con la novedad de poder escuchar el hilo musical que emanaba un cassette, sin otra alternativa que la resignación auditiva, el gusto musical de la pequeña era indiferente.
Esa chiquilla creció y la herencia musical hizo el resto. Cuando todos los niños canturreaban canciones de Boom Boom Chip, Parchís, Xuxa Park o líricas de payasos varios, ella no podía presumir de conocer al dedillo cada tema de The Beatles, ni Juan Pardo, ni Joaquín Sabina (quédense con este último). Los niños son crueles y ésa es una realidad que mamamos desde que nacemos.
Resulta que la joven llega a la adolescencia, y todavía se emociona con tracks que suman más años de edad que ella misma. Cada vez más, se identifica con esos versos rebeldes izquierdistas postfranquistas, antisistema, divertidos y, en ocasiones, sentimentales.
Comienza a trabajar, ergo, a ahorrar lo que su sueldo de 3 cifras permite.
Y, tras años de espera, llega el momento. Una de las figuras de su infancia visita su ciudad para ofrecer un concierto. Emocionada, entra al portal web donde los billetes están a la venta, soñando con disfrutar de un concierto que, quizá, sea el último que el artista ofrece en su localidad natal. Tras cargarse la página, la indignación recorre sus venas de manera acelerada. “¿De 50 a 60 euros por entrada?”.
Es entonces cuando recuerda todos aquellos temas de rebeldía izquierdista postfranquista y antisistema. Muy a su pesar, experimenta la desilusión de constatar que, también los amores platónicos culturales, pueden llegar a ser hipócritas.