No sé solfeo. Nunca he sabido interpretar una partitura, ni siquiera las fáciles que te dan para practicar cuando vas a la escuela: memorizaba los gestos de la txirula o me aprendía las canciones imaginando que la letra la componían las notas “Doooreeeeeemi…fasoldooolasidooo”. Tenía memoria, ritmo u oído, qué se yo. Eso no importa.
Recuerdo aquella casette de El rey León que escuché hasta la saciedad durante más de un año. Y la locura que vivía cada vez que escuchaba un tema de Michael Jackson. Cómo no podía evitar saltar con la tranquilidad que te da vivir en un primer piso cuando escuchaba Dookie de Green Day. Los coros que hice a Lauryn con los Fuggees. La tranquilidad y los momentos de reflexión que me aportó Sabina. Lo difícil que era quitarse una melodía de los Beatles de encima y evitar tararearla después. Cosas así con sonidos así.
Este popurrí musical en el que he vivido durante toda mi vida (y no sé si también unido a mi nulo conocimiento técnico musical, no las tengo todas conmigo) me ha hecho entender la música de una manera que, cada día más, me doy cuenta de que hay mucha gente que no comparte. Y no es ni mejor ni peor, cuidao, simplemente es diferente.
Me he dado cuenta de que recuerdo y siento la música, pese a no tener ni idea de qué “suena bien” o la dificultad a la hora de interpretarla. Por encima de todo sitúo lo que me transmite. Y creo que exactamente lo mismo les pasa a todos los que escuchan música. Es por eso que me da igual que una persona escuche Camela, David Getta, The Stooges, Frank T, LOVG, Buddy Holly, Alt-j, Barón Rojo o loquequieraqueescuche. Si lo vive y la música le llega hasta las malditas entrañas, y hace que ría, que se estremezca, que llore, que baile, que se le ponga la piel de gallina… tiene todo mi respeto.